Bueno, mejor no continuar así, ya que ni mi patio era tan bucólico y sobretodo, mi calidad como literato nada tiene que ver con la del gran Antonio Machado.
Pero sí que es cierto que parte de mis recuerdos van vinculados al patio de mi casa o al del colegio, como nos pasa a casi todos. Pero junto con estos que son comunes a la mayoría de los niños de ayer y hoy de mezclan otros recuerdos que los niños de hoy en día no podrán tener dentro de unos años ya que muchos de ellos no sabrán lo que era montarse una vuelta ciclista con las chapas poniendo las fotos de los Lejarreta, Gorospe, Etxabe, Perico, etc. o jugar al pañuelo y cosas así.
Pero no solo la forma de divertirnos ha cambiado. Han cambiado muchas otras cosas. Y por ahí vuelvo a retomar el inicio de mi entrada. Con los recuerdos de mi patio con algún pequeño árbol frutal y el blanco de la cal de las paredes de mi casa solamente alterado por el renegrido del lugar donde se apoyaba el lechero a descansar el brazo en lo que abríamos la puerta y salíamos con el cazo para que nos pusiese ese litro o litro y medio de leche que diariamente nos llevaba hasta nuestra casa y que luego teníamos que cocer con mucho cuidado de que no se saliese y manchase el fuego de la cocina o incluso lo apagara pudiendo provocar una fuga de gas. Y es que no eran los tiempos de la vitroceramica y el radiador, sino del gas butano y la catalítica que ejercía una atracción fatal, ya que ¿Quién no se ha quemado de acercarse tanto a ella en los fríos días del invierno villalbino?
Para algunos estas estampas que describo serán arcaicas, ya que casi me lo resultan a mí el recordar al lechero moviendo con un palo los cantaros de leche dentro de su R4. Recuerdo que mi hermana y yo planteábamos hipótesis sobre el grado de disolución que paulatinamente iba alcanzando su leche con el paso del tiempo, lo cual tenía una fácil forma de comprobarse, ya que al cocerla, la capa de nata que se creaba era cada vez menos consistente y no daba para poder comérnosla los dos, lo que generaba una disputa por ver quien era más rápido ese día a la hora de tomarse el vasito de nata con azúcar. Estas mismas disputas se repetían los domingos por el caramelo que se quedaba agarrado a la flanera cuando mi madre nos obsequiaba con un postre casero.
¿Y quien no recuerda el pitido de la furgoneta del reparto del pan de la fábrica de Serafín? Es algo que con el tiempo no he llegado a entender. ¿Por qué motivo comprábamos el pan de la furgoneta que era igual que el de la tienda que teníamos a un minuto o dos de casa y a la que podíamos ir a la hora que quisiéramos sin tener que salir corriendo cuando llegasen pitando, dejando lo que estuvieses haciendo?
Supongo que son costumbres y servilismos que se cogen y que cuesta abandonar pese a que con el tiempo lleguen a rozar el absurdo.
En nombre del progreso, de la seguridad alimentaria, de las normas UNE y sabe dios cuantas cosas más, hemos renunciado a los sabores y olores del pueblo y nos limitamos a beber la misma leche de tetrabrik, importada de Francia en la mayoría de los casos, en virtud de las cuotas lecheras que la CEE ha ido otorgando y tras la venta poco a poco de toda la industria ganadera española donde ya solo quedan dos grandes marcas españolas. Central Lechera Asturiana y Pascual, aunque esta última con los problemas familiares de los sucesores vamos a ver por cuánto tiempo.
En fin, que nos colocan una maquinita expendedora de leche fresca en mitad de la calle y la miramos con el asombro de las nuevas tecnologías y la nostalgia de querer revivir los sabores del pasado en un mundo en el que gusta mucho poner etiquetas como “Bio”, “Eco” o “Gourmet”, pero que quieren que les diga, a mi la maquinita me resulta fría y nunca llegará a ser tan famosa como “El Pinki”.
Que aproveche.