Hace unos meses asistimos a una noticia de esas que cuanto menos te sorprenden. “El Bulli cierra sus puertas”. A partir de aquí una serie de rumores y noticias contradictorias. Que si cerraba para seguir investigando nuevos platos, que si el negocio era una ruina, cierre temporal, cierre definitivo, cierre sine die… Evidentemente, lo más chocante de esta noticia era el ver que el buque insignia de la nueva cocina y del capricho consumista era víctima de una crisis de la que en mayor o menor medida no se ha salvado “ni dios”.
Sin embargo, aquellos que quieran darse un homenaje gastronómico con platos sofisticados, arriesgados o alternativos siguen teniendo a su disposición el restaurante “La Sopa Boba”. Evidentemente no es lo mismo, pero es un lujo tener un restaurante de sus características a la puerta de casa.
Carece del lujo y la ostentación de otros restaurantes pues la verdad es que si en su puerta hubiese aparcadas un par de Harley Davidson nos lo pensaríamos antes de entrar por el parecido exterior a los típicos bares de carretera folloneros de las películas americanas. Pero sin embargo esa especie de cabaña le transfiere una calidez y sencillez muy de agradecer, que se ve reforzada por la distribución de las mesas, en las que han sacrificado un mayor aforo por la comodidad de los comensales.
Su decoración es una extraña mezcla de carteles y anuncios de los tiempos de la postguerra e incluso de la República (pero sin contenido político, el típico cartel de farmacia, etc.…), junto con recortes de prensa y otras antigüedades.
Pero si el ambiente sorprende, una vez que te sientas a la mesa, las sorpresas se suceden una tras otra. Desde el primer momento, ya que las típicas olivas de aperitivo aquí se pueden ver sustituidas por unas bayas de una planta similar a la soja, que convenientemente sazonadas dan un toque muy particular al paladar. Si empezamos a ver las bebidas, nos podemos sorprender por sus caldos, pero más aún con su carta con más de ocho tipos de agua mineral. El pan fue otro gran hallazgo, un pan rústico ecológico de los que es muy difícil probar y todo ello sin un excesivo coste en la factura.
Y entre los entrantes podemos ver croquetas de algas y erizos o de morcilla, así como distintos tipos de foie y otras delicatesen. Y una vez que te metes en los platos principales, las opciones son de lo más pintoresco con solomillos de avestruz, lomitos de canguro o carne de bisonte acompañados de las combinaciones más variadas ya sean dulces o saladas. También tiene la opción de la típica carne del Guadarrama o Asturias, así como pescados y mariscos varios.
Y llegados a los postres la traca final con más de una veintena disponibles en la carta. Y a los pimientos confitados o las lentejas les acompañan otros más tradicionales como la tarta de queso o las mil hojas de chocolate con espuma de frambuesa o el helado de regaliz. Impresionante la calidad del chocolate. Y es que la calidad de las materias primas usadas en esta cocina es una constante, desde las verduras (de cultivo propio en temporada) hasta los postres o licores (también tienen un licor de regaliz de elaboración propia).
La única salvedad que le pondría al lugar, es que no se trata de un lugar al que poder ir con niños, ya que no hay platos adecuados para ellos en la carta. Por lo demás, se puede cenar o comer muy dignamente a partir de los 35€. No saldrá con la típica sensación del “voy a reventar” de los asadores castellanos, pero si muy satisfecho.
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